lunes, 22 de enero de 2007

Letizia, la mujer (I)

Como todavía lo recuerdo, por aquella época yo cursaba mi secundario en el Liceo Naval Militar. Una concesión que me costó conseguir, y fue motivo de pelotera en mi casa, porque mi padre tenía muchos preconceptos con los militares y especialmente con los marinos. Yo, de esa época, he conservado un puñado de buenas enseñanzas de vida y conseguí tener una educación de excelencia pese a las corridas, a la trompeta que llamaba a Diana cuando aún no había salido el sol y al régimen de disciplina que se espera en una institución como ésa.
Como el régimen de vida era en base a estar internado durante toda la semana, salíamos los viernes a las cuatro de la tarde, aproximadamente, y regresábamos el domingo por la noche, en el tren militar que existía por aquellos tiempos y que nos llevaba hasta el embarcadero donde tomábamos el ferry que nos cruzaba hasta la isla donde se levantaba el Liceo.
Ingresé cuando acababa de cumplir trece años y el cambio de vida fue duro. Especialmente el primer mes, cuando te entrenan para ponerte a tono con las formas militares, para que cuando el resto del cuerpo de cadetes regrese de las vacaciones, los “nuevos” estén a tono y hayan dejado del otro lado del arco de entrada, todo rastro de costumbres y hábitos civiles.
A mediados de ese primer mes que no todos aguantan, se autoriza una visita de los padres y parientes más cercanos, un domingo por la tarde. Lo recuerdo muy bien. Me vinieron a visitar mi padre, mi madre y también, para mi secreta alegría había venido ella: Letizia.
Letizia era la secretaria de mi padre, tenía veintidós años cuando yo tenía diez y desde entonces yo estaba perdidamente enamorado de ella –con esos amores de niño que entra a pleno y sin freno en la pubertad–, aunque era mi más preciado secreto. Sólo había una persona que estaba enterada, aunque yo no lo sabía: ella misma.
Con mis padres solíamos pasar los veranos en nuestro chalet de Villa Carlos Paz, en Córdoba durante el mes de enero. En febrero, el resto de las vacaciones eran en San Bernardo, una localidad de la costa argentina, donde los padres de ella –eran amigos de mis padres–, tenían una casa de veraneo. Más de una vez yo solía quedarme con ella y con su hermana, porque tanto mi padre como el de ella y nuestras madres, regresaban a Buenos Aires durante la semana para trabajar y volvían los jueves a la noche, para pasar el fin de semana.
Guardo en mi memoria lo feliz que me sentía en esas vacaciones. Era esa época imprecisa cuando aún yo jugaba con los soldaditos durante el día y por las noches me imaginaba con llegar a ser un hombre para poder estar a su lado, ser su novio, casarme con ella... ¡cosas de niños! ¿A quién no le ha pasado?
Fue cuando yo había cumplido doce años –un año antes de comenzar a estudiar en el Liceo–, cuando tuve la primera señal de que debía dejar los soldaditos y empezar a pensar en cosas de grandes y ocurrió allí, en ese chalet de San Bernardo. Antes de eso, recuerdo haber pasado por un feroz ataque de celos en Carlos Paz, en la Aerosilla, un día de excursión, cuando Letizia me dejó y me reemplazó por un hombre –para mí era un hombre grande, aunque debió haber sido un muchacho un par de años más grande que ella–, que la invitó a tomar algo en la confitería que se levantaba en lo alto de la montaña. Tengo que reconocer que me escondí detrás de unos árboles y de la furia que me produjo el hecho, se me saltaban las lágrimas.
Pero, volvamos a San Bernardo y a esa noche muy fresca, después de cenar, cuando nos sentamos en la alfombra del living a leer a Edgar Allan Poe. Nos habíamos bañado para sacarnos la arena, y mientras en la cocina se preparaba una carne al horno (me sorprende comprobar con qué claridad recuerdo todo), Letizia se sentó en un sillón y yo me acomodé entre sus piernas mientras ella leía en voz alta “La máscara de la Muerte Roja” y, como al descuido, jugaba con mi cabello... lo que me produjo mi primer e inevitable erección consciente. Esa de la que nunca más uno puede olvidarse.
Esa misma noche, después que me arropó en la cama –dormíamos en el mismo cuarto, en camas enfrentadas–, escuchando el ulular del viento del mar en los postigones, tuve mi primer sueño erótico –quizás no fue el primero, pero sí el que más claramente recuerdo–, con consecuencias. Porque esa noche, mojé la cama y el pantalón del pijama y los calzoncillos y tuve que levantarme, en la madrugada, para ver cómo componía esa catástrofe, muerto de vergüenza y suplicando para que ella no se diera cuenta.
Algunos años después escuché, de sus propios labios, que Letizia se había dado cuenta y me había dejado hacer, para no abochornarme.
Lo que ella no sabía era que antes de irme a la cama, y mientras ella se desvestía para ponerse el camisón, yo había estando espiándola por una de las ventanas, cuando había ido a cerrar los postigones.
¿O lo sabía?

Letizia, la complicidad (II)

Fue también en esas vacaciones en la playa, cuando sentí, por primera vez, la emoción de la complicidad y la intimidad con una mujer. No sé cómo explicarlo, quizás no hay palabras para describir de qué se trata, y entonces quizás, si cuento lo que ocurrió, lo comprendan.
Con Letizia solíamos salir a caminar temprano por la playa casi todos los días, a esa hora en que están solamente los pescadores, porque prefieren la soledad a las multitudes de veraneantes. A veces caminábamos mucho, y cuando nos cansábamos nos sentábamos en un médano. Ella se quedaba mirando el mar y yo respetaba su silencio. Todavía me parece verla, con una camisa de playa blanca que usaba sobre la malla entera o el dos piezas –la moda de la bikini recién empezaba–, las piernas recogidas, rodeándolas con los brazos y la barbilla apoyada en las rodillas. Si existía el amor para ese chico de doce años que era yo, tenía cuerpo, era real y tenía nombre: Letizia.
Uno de esos días de verano, más caluroso que otros, amenazaba con tormenta. Efectivamente, esa noche llovió y, como suele suceder en la costa, a la mañana siguiente amaneció frío y capotado. Esa mañana bastante fría y ventosa, después de tomar el desayuno, salimos también pero cambiamos el atuendo de playa por uno short blanco y un suéter de escote en punta ella y yo con mis recién estrenados tejanos y un pullover de cuello redondo.
Yo no frecuentaba tanto a esos amigos que uno hace en vacaciones, porque prefería mil veces ir a caminar con ella que pasar la mañana con mis antiguos compañeros de travesuras, jugando en los médanos cercanos a la casa.
Era común que camináramos hasta el barco hundido, que así se conocía a los restos de un viejo carguero que alguna tormenta había hecho encallar en la playa. Allí fuimos, entonces, desafiando el viento y el frío.
Letizia se había tomado de mi brazo y el sólo contacto de su mano enlazada en mi antebrazo me estremecía y me dejaba alterado y aturdido durante le resto del día. También es cierto que, pese a esas consecuencias –que todos atribuían a estar transitando por los primeros inciertos pasos de la pubertad–, prefería estar con ella y no sólo por ese enamoramiento que me tenía enajenado.
Con Letizia también solíamos alquilar caballos en el puesto de un conocido de los padres de ella, y nos íbamos a dar largas cabalgatas, hasta bien lejos. Eran los tiempos en que se podía cabalgar por el medio de la calle principal a la hora de la siesta. No deja de sorprenderme cuán vívidos tengo algunos recuerdos. Como esa primera vez que fuimos a alquilar caballos y cuando monté al que me había tocado, me di cuenta que ella me miraba de una manera especial. Si no hubiera sido tan chico, juraría que me miraba con admiración.
–¿Adónde aprendiste a montar así? –dijo.
–En los campamentos a los que iba cuando era chico –contesté.
“Cuando era chico”. Sí que debió sonarle divertido tener a un niño que apenas asomaba a la adolescencia, hablando en pasado de una edad que aún no había dejado atrás.
Pero bueno, vayamos a lo que ocurrió ese día ventoso y frío.
Empezamos a caminar por la playa, con el viento de frente. Un viento fuerte y frío que parecía haberse encaprichado para que nos volviésemos. Letizia se había colgado de mi brazo y yo sentía –o creía sentir– el contacto de su seno izquierdo rozándome el codo. Pese a la ventolera, yo no decía ni una palabra, no fuera cosa que se arrepintiese y decidiera volver.
–¡Uf! ¡Hace demasiado frío! –dijo.
Se soltó de mi brazo y se restregó las manos por los suyos.
–Yo te tapo –me ofrecí.
¿Cómo me animé? No tengo ni la menor idea. Recuerdo, aunque vagamente, como afloran esos recuerdos que nos han conmocionado, que me puse delante de ella para resguardarla de la ventisca, y abrí los brazos, para cobijarla.
Y no se negó.
Se dejó abrazar, y más aún, me pasó sus brazos por debajo de los míos y los cruzó por mi espalda y sentí –lo recuerdo muy bien–, por primera vez el contacto de sus senos redondos y plenos apoyados en mi pecho. ¿Cuánto tiempo estuvimos así? No sé. Para mí debió ser una eternidad. A esa edad, que estaba “pagando el estirón”, como decía mi madre, era tan alto como ella y de pronto, cuando levantó la cabeza y me miró a los ojos. Juro que creí ver una sonrisa pícara aflorarle a los labios. Pero ella rompió el encantamiento y me dijo:
–¡Vamos a correr de vuelta a casa, que nos congelamos! ¡El que llega último hace el café! –me desafió.
Salimos corriendo por la parte más dura de la arena y no pasó mucho tiempo cuando le había sacado bastante ventaja.
Como no la vi cerca de mí, me detuve y me di la vuelta.
Estaba parada con las manos en la espalda, por debajo del suéter que se levantaba a la altura de su abdomen y me ofrecía la imagen idílica –por lo menos para mí, en ese momento–, de la cintura de sus shorts blancos contrastando con su hermosa piel tostada.
Volví sobre mis pasos y me acerqué a ella.
–¿Pasa algo? –pregunté.
No me contestó. Refunfuñaba y seguía con las manos en la espalda, haciendo algo que yo no podía imaginar. Negó con la cabeza y, con un bufido, se dio por vencida de lo que fuere que estuviera haciendo.
Volvió a mirarme y las mejillas se le encendieron.
–Tengo que pedirte un favor –me dijo.
–Sí. ¿Qué favor? –si me hubiera pedido que me tomara la mitad del agua del mar, creo que hubiera empezado a abrir la boca.
–Que me guardes algo en el bolsillo, yo no tengo –dijo.
–¿Qué cosa? –pregunté.
No entendía qué pasaba y no me imaginaba qué era lo que tenía que guardarle en los bolsillos de mi pantalón vaquero, porque el short de ella no tenía.
–Date vuelta un momento –pidió.
–¿Por? ¿Qué pasa?
–Dale, date vuelta... sé bueno y contá hasta veinte –dijo.
¿Cómo negarme?
No sé si fue muy rápido que conté, pero cuando me di la vuelta, después de haber llegado a veinte, la vi, sacándose el soutien por el cuello en pico del suéter, con ese movimiento tan especial, tan femenino, tan propio de una mujer.
–Abracadabra –dijo, e hizo un bollo con el corpiño–. Tomá, guardalo en el bolsillo –me tendió la prenda y yo sólo atiné a estirar la mano y agarrar ese bollo de algodón y encaje y lo metí bien en el fondo del bolsillo de mi jean.
Debo haberme puesto de todos colores porque Letizia, con una dulzura infinita, me hizo una caricia acercó sus labios a mi mejilla y me besó... tan cerca de la comisura de los labios, que sentí que el corazón se me salía del pecho.
–Se rompió el broche... y se me caía –dijo–. Así que ahora nos vamos caminando a casa despacito, para que no se note.
Naturalmente, para que no se note.
–Sí, claro –dije, aunque debe haber sonado más a balbuceo.
Ella me revolvió el pelo, me dio otro beso y me dijo, sin dejar de mirarme:
–Y es nuestro secreto, ¿eh? No se lo digas a nadie.
Nuestro secreto. ¡Nuestro secreto! El suéter de escote en pico, además de permitir ver buena parte de la hendidura entre los senos, se le había pegado al cuerpo por el viento. El frío había hecho el resto. Ahí, delante de mí, estaba Letizia, mi amor imposible, mi sueño, mi obsesión, con sus pezones duros y erectos, y yo con su corpiño en el bolsillo. Fue un instante. La miré y, avergonzado, desvié la vista. Pero ella me vio y yo supe que ella supo que yo la había visto. Y después me enteraría que también sabía qué era exactamente lo que me estaba pasando.

Letizia, la fantasía (III)

¿Cómo olvidar el primer beso? Tan imposible como olvidar la imagen de esa mujer. Porque para mí, a mis quince años era una mujer aunque ahora las de su edad no pasen de chiquilinas con cuerpos que les quedan grandes.
No era muy alta –¿metro sesenta, centímetro más, centímetro menos?–, y para la moda de la época tenía todo lo que una mujer tiene que tener, en su lugar y dispuesto de maravillas. Si Leonardo hubiera vivido, quizás le hubiera aplicado el Phi, ese místico número vinculado a la Secuencia de Fibonacci, que representa La Divina Proporción. Por alguna razón, cuando el la clase de Álgebra el profesor nos habló de Fibonacci y nos explicó esto, en mi cabeza la imagen me evocó a Letizia.
El cabello de morena clara, largo, con algunos bucles que justificaban el que no se pudiera definirlo como lacio. Recuerdo que solía recogerlo en un rodete hecho así nomás, con las manos y con un par de hebillas invisibles, dejando a la vista ese cuello largo, esbelto, prometedor. La piel blanca, pero viva, salpicada aquí y allá –en el escote eran maravillosas, detalle que no se me había pasado por alto ni una sola vez–, por una miríada de pecas que le sentaban de maravillas.
Manos de dedos largos, finos y con uñas siempre esmaltadas y unos pies que sólo puedo describir como per-fec-tos, el remate más apropiado para unas piernas de esas que despiertan caprichosos pensamientos y turbulentas sensaciones.
Una boca de labios ni finos ni gruesos, pero sí el inferior más grueso que el superior. Con el paso del tiempo descubrí que ese detalle habla de una mujer de pasiones con las que hay que andarse con cuidado.
Pero si la vida, la expresión, el alma de Letizia estaba en algún lado, estaba en sus ojos verde esmeralda, y de allí salía para cautivar. Ojos verdes, ojos mansos, ojos dulces... Los ojos más expresivos que he visto en toda mi vida. Y si sus ojos eran la expresión de la mujer, su voz era pura melodía. Cuando nos sentábamos a leer en el living, y nos turnábamos, yo me esmeraba cuando era mi turno, sólo para deleitarme escuchándola cuando la que leía era ella. No les miento si les digo que me sorprende que pueda acordarme de todo esto que escribo.
¿Habíamos quedado en...? ¡Ah, sí! El día ventoso y frío en la playa y el corpiño en mi bolsillo, y los senos de Letizia moviéndose con cada paso debajo de la lana del suéter y sus pezones erizados.
No les llame la atención esta descripción, es la que recuerdo. Por aquellos días aprovechaba cada momento y cada oportunidad para espiarla sin que se diera cuenta. Si alguien entre todos los que leerán este puñado de recuerdos me tilda de mirón, está en lo cierto. Era una época, aquella, en que yo me había transformado en un experto para esconderme en los lugares más inverosímiles con tal de verla. También volví a verla casi desnuda, cambiándose, de espaldas a mí, y vi su espalda y más abajo. Su cola redonda, perfecta. Dos manzanas rosadas y redondas, dos montículos de carne y piel que la naturaleza le había dado para ser adorados y no para otra cosa.
Al año siguiente, entré al Liceo. Acá es donde se me hace un bache en la historia, porque tengo memoria de la visita que me hizo con mis padres y que mencioné antes, pero luego el vértigo y las múltiples obligaciones de un colegio de excelencia –que no permitía repetir de año, por ejemplo–, sumado a la vida con disciplina militar, me tuvieron entretenido.
También, en esos tres primeros años comenzaron las relaciones con jóvenes de mi edad. En Villa Carlos Paz: Carolina –la nieta del dueño del chalet vecino al nuestro–, y su amiga María Pía. Me perdía por las dos, o al menos eso creía en esos días de vacaciones en las sierras.
En la playa, Graciela un año –hija del rector de un colegio secundario del barrio donde yo vivía–, cabellos del color del trigo en verano, ojos profundos, boca de fuego y ciertas liberalidades que las niñas no se permitían por aquellos tiempos que a mí, me dejaban estupefacto, aunque no pasaban de los besos interminables en el medio de la pista de baile y de caminar tomados de la mano.
Durante el período de clases María José –prima de un compañero de año–, que un día me dijo “¡Basta!” porque no pude salir de franco por probar cómo era eso de fumar, aunque a mi no me gustaba y me encontró en el lugar no indicado a la hora menos apropiada, el cadete suboficial de servicio y me puso unos atormentadores veinte días de arresto por fumar, por mentirle y por pavote y, de paso para que aprendiera a ser leal conmigo mismo. Es cierto que María José me lo había avisado: si ese fin de semana no podía salir, y por lo tanto no poder ir con ella a la fiesta del cumpleaños de quince de una de sus amigas, mejor que me olvidara de ella.
Por supuesto, tuve que olvidarme de ella.
Y así... bueno, no quiero ser ni parecer petulante, pero así eran esas épocas. Amores de juventud, tan intensos como efímeros; tan apasionados como ingenuos y de sexo, por supuesto, ni hablar.
Letizia, mientras tanto, seguía allí.
Era mi confidente, mi compinche, a la que podía contarle cualquier cosa que me sucediera con mis amores contrariados, mis esperanzas y las notas que tenía que subir sí o sí, para ganarme un escudo fondo dorado y unas estrellas de conducta.
Fue en la Nochebuena de cuando transcurrían los últimos meses de mis quince años, cuando Letizia me besó por primera vez.
Y yo a ella.
No fue un beso más, un beso cualquiera. Fue el beso que inició el proceso, el detonador, el beso que uno no olvida hasta el último de sus días. El beso que, como la imagen de Letizia cambiándose, de espaldas, sin saber –¿o también esta vez, a sabiendas?–, que yo le estaba mirando la espalda y lo que continuaba para abajo, que era como mirar el más bello cuadro, la imagen más sublime.
Si alguien entre todos los que leerán este puñado de recuerdos me tilda de mirón, está en lo cierto. Era una época, aquella, en que yo me había transformado en un experto para esconderme en los lugares más inverosímiles con tal de verla.
Esa Nochebuena, decía, que pasamos juntos su familia y la mía más algunos parientes de ellos y amigos comunes, después del brindis y los regalos, los adultos se quedaron en el parque del fondo de la casa, conversando y abriendo botellas de champaña.
Letizia estaba entre ellos porque claro, era más su mundo que el mío. Yo, rondaba como un cazador a la presa y ella debió haberlo advertido. No creo que hubiera nadie que no se hubiera excedido un poco entre el vino de la cena y el champaña, de modo que la noté más chispeante, más suelta, más osada. Por mi parte, yo también había aprovechado para empinar las copas flauta de aquel demi-sec que era lo que se tomaba porque nadie se fijaba si era Brut o Nature.
Cruzamos una mirada, y creo que nos hablamos sin palabras, y ambos entendimos. Yo entré en la casa y me fui al living, a escuchar música. Afuera, todavía se escuchaba algún estampido de cohetes y en el cielo estallaba en mil lucecitas una cañita voladora.
Ahí estaba, solo, esperando, porque sabía que ella vendría. De eso –no me pregunten porqué–, no tenía dudas.
Efectivamente, llegó.
Caminaba hacia mí con las manos en la espalda, hasta quedar enfrentada a mí.
–Cerrá los ojos y las manos al frente –dijo, imitando las voces de mando que yo le contaba cómo eran.
Los cerré.
–¡Feliz Nochebuena! –dijo, y sentí lo sedoso del papel de regalo en las manos y el perfume que usaba, anegándome los sentidos–. De parte de Papá Noel –agregó.
Y antes que yo pudiera hacer movimiento alguno, me rodeo la cintura con el brazo izquierdo, me atrajo hacia su cuerpo y con su mano derecha me tomó de la nuca y me guió hasta sus labios. Me miró a los ojos, acercó su boca a la mía, inclinó un poco la cabeza y me besó, los ojos entrecerrados, el cuerpo pegado al mío, haciendo un bollo del paquete que había quedado en medio.
¿Cuánto duró ese beso en la boca? ¿Unos segundos? ¿Un minuto? A mí, me pareció un milenio.No pregunten, por favor, no pregunten cómo pasé el resto de la noche entre el exceso de champaña y la sensación de que los labios de Letizia seguían pegados a los míos. No pregunten porque mis ex esposas solían padecer (todas, sin excepción), de un ligero síntoma de mal humor cuando lo recuerdo. Cosas de mujeres, claro.

Letizia, la sorpresa (IV)

Pasó el tiempo. Cuando se es adolescente, el tiempo vuela, ahora se me antoja evanescente. Como sea, desde ese primer beso en la boca, en esa inolvidable Nochebuena, algo había cambiado. ¿Cómo explicarlo? Hoy, me siento capaz de identificar la sensación, pero en ese momento no tenía ni idea qué me ocurría. Se trataba de la casi certeza de que esa mujer –cuando yo tenía quince años Letizia había cumplido los veintisiete–, ya no me miraba como antes. Que yo había dejado de ser el niño que ella había conocido, el chico que se había puesto celoso en Carlos Paz cuando un hombre la cortejó, ni el adolescente que prometió guardar el secreto en la memoria junto con el corpiño al que se le había roto un broche en el bolsillo.
Todavía no había llegado el momento en que me enseñaría de qué se trataba eso de hacer el amor, pero después de tanto tiempo teníamos la suficiente confianza como para que ella se mostrara en camisón –aunque ahora era más cauta y recatada–, cuando me quedaba a dormir en su casa y en su habitación, costumbre nada extraña, por el contrario, natural para todos, porque así venía sucediendo desde que yo era niño.
Yo presentía que algo estaba gestándose, pero no podía identificarlo. Por otro lado, comprenderán, tenía un miedo atroz de “rebotar” –como se le llamaba en ese momento a ser rechazado por una chica–, y que mi actitud provocara un lío mayúsculo y me alejara de ella, o que ella lo tomara a mal.
¿Una imagen que permanece inalterable? Yo en la cama, a punto de dormirme, y Letizia en camisón, soltándose ese cabello que había estado recogido en un rodete, de espaldas y a trasluz con ese cuerpo que era para mí inasible, sintiendo que mi corazón me golpeaba la pera y el cerebro me chorreaba como sebo derretido por las orejas. Y de la cintura para abajo, mejor ni lo menciono. No es difícil imaginar qué sucedía allá, donde la razón no tiene cabida.
Y no era una actitud de seducción malsana por parte de una mujer con un adolescente, lo sentía en ese momento, lo supe después y ahora, con el paso de los años, conseguí la certeza que da la comprensión a través de la experiencia. Era así. Sin intenciones, apenas con ese toquecito de malicia que a ella le salía por algo que sentía y no podía reprimir.
En una palabra, Letizia me tenía cautivado, perdido, boleado, absorto, indeciso y confuso. Los instintos me decían que avanzara, la incertidumbre me sugería quedarme quieto y el miedo al ridículo me paralizaba. Pero no podía sacármela de la cabeza.
Bueno, no cuando la veía, claro. Porque yo seguía con mi vida usual en el Liceo, saliendo los fines de semana, yendo a fiestas y “asaltos” (como se les llamaba a las reuniones organizadas los sábados para bailar), y a cumpleaños de quince. Digamos que por esos tiempos era un chico que podía considerarse afortunado: tenía a mis compañeros, a las hermanas, primas y amigas de mis compañeros y amigos y era lo suficientemente popular como para tener mi agenda de fin de semana ocupada. Eran los años sesenta. Los Beatles hacían furor, y cuando queríamos bailar lentos, poníamos a la Orquesta Serenata Tropical o aquellos boleros de Eddie Gormé y el Trío los Panchos. Pero a mí también me gustaban Rachmaninoff, Beethoven y Bach, aunque no podía hablar con propiedad acerca de cuál era el Concierto para Piano, la Quinta Sinfonía y la Tocatta y Fuga. Eran los años en que en los cumpleaños de quince se obligaba regalarle a la jovencita en cuestión una orquídea; no nos emborrachábamos (los jóvenes y los adolescentes casi no consumían alcohol) y de la droga, lo único que sabíamos era que había quienes, en otro lado, muy lejos de nuestro país, fumaban marihuana. Era la época de la guerra de Vietnam, de profesores de excepción que me enseñaron a leer e interpretar a Cortázar y de salir a tomar el té a Queen Bess; de ver quién se animaba a sacar a bailar el primero y de amores tomados de la mano y besos dados a las escondidas en la puerta de la casa o antes de subir al ascensor, porque los otros, los de verdad, se daban en el medio de la pista de baile, a resguardo de la vista de las madres –los padres, hermanos o amigos de los padres–, y de terminar las fiestas, cuando mucho, a las dos de la mañana. Y las niñas, no volvían solas, las iban a buscar o –si se era tan afortunado y los padres consideraban que eras de confiar–, las acompañaba uno hasta su casa.
Eran aquellos hermosos años cuando llegaron los primeros Lee Riders y los mocasines se compraban en Guido y –cuando podíamos evitar el uniforme–, a las fiestas se iba de traje y corbata o, a falta de traje, con pantalón gris y blazer de González y camisa de poplin celeste, con corbata a rayas. Las adolescentes contaban los días que le faltaban para estrenar sus primeros tacos altos con un trajecito Channel para una fiesta, los perfumes rara vez eran franceses y la colonia inglesa o el Old Spice era lo máximo en materia de acicalamiento.
Fue ese año, cuando yo cumplí quince días antes de una campaña de verano y puesto que mis notas eran buenas, y todos conformes, gozaba de ciertas liberalidades que otros chicos de mi edad no tenían.
Yo seguía contándole a Letizia la historia de mis amores y ella seguía haciéndome mimos casi inocentes cuando estábamos a solas y durante un tiempo, antes de las vacaciones de invierno, noté que se había empezado a distanciar un poco, como si hubiera llegado a la conclusión que lo que hacía, no estaba bien, que yo era muy chico y, además, el hijo de su empleador y amigo de sus padres. Fue cuando me pregunté por qué Letizia no tenía novio –aunque salía con algunos muchachos y también solía encontrar a sus amigos y compañeros de facultad en su casa–, y cada vez que podía, seguía llevándome en coche a la estación cada domingo a la noche y en dos oportunidades me llevó hasta Constitución a tomar el tren que nos separaba durante otra semana. También me acompañaba hasta el andén y no existía sospecha alguna porque era “una mujer grande”, y a nadie se le habría ocurrido –yo lo había mantenido como el secreto mejor guardado de mi vida–, que en la víspera de Navidad, esa mujer me había dado el primer beso en la boca.
Así, casi sin darme cuenta, llegó el mes de julio y con él, las vacaciones de invierno y los quince días de libertad que bien ganados nos teníamos, después de pasar los exámenes de mitad de año y de quedarnos duros de frío mientras esperábamos, formados, para lucirnos en el desfile del día de la independencia. Fue ese viernes, después del desfile del 9 de julio, cuando volví a mi casa con las vacaciones por delante y se me ocurrió pasar por la de Letizia para confirmar si mis padres y los de ella –como me lo habían anticipado–, se habían ido a pasar unos días a la casa de San Bernardo. Me acuerdo muy bien de ese día. Era un viernes frío, desapacible y con el cielo capotado cuando llegué, casi al anochecer, y toqué el timbre de su casa sin saber que era el momento de enterarme –la vida debió haberlo decidido así y ella fue su instrumento–, de ciertos temas que había llegado el momento de aprender.

Letizia, la seducción (V)

Sin haberlo pensado, sin expectativa alguna, sin premeditación ni malicia, con naturalidad y una ternura infinita, esa noche Letizia me enseñó esa fría noche de julio qué era ese misterio de hacer el amor con una mujer, y me regaló la magia.
Cuando abrió la puerta, de alguna manera supe que esa noche iba a marcar un antes y un después. No sé cómo, pero tuve esa certeza.
–Hola, cadetito, pasá –dijo.
Y cuando cerró la puerta y me saqué la gorra, me dio un beso con los labios rozando la comisura de mi boca. A partir de ese momento, todo transcurrió –o al menos eso me parece ahora–, en cámara lenta. Recuerdo sus manos en mi cuello, soltando el broche de mi capa y explicándome que mis padres se habían ido con los de ella a pasar el fin de semana a San Bernardo, preguntándome cómo había dado los exámenes y diciéndome que ella estaba por cenar y si quería acompañarla porque justo estaba por hacer una omelette a la suiza, que era el que más me gustaba, mientras me ayudaba a quitarme la chaquetilla y la dejaba en un sillón, junto a la capa.
¿Qué ocurrió mientras cenábamos? ¿De qué hablamos? No lo sé. Esos recuerdos se me difuminan, como los del primer beso. Sé que en me sirvió una copa de vino y brindamos por mis vacaciones y después, mientras ella lavaba los platos y yo los secaba, debió haber tomado la decisión.
–Te quedás a dormir, ¿eh? –dijo–. No te vas a ir a esta hora a tu casa.
Claro que no iba a irme de ahí. Si ella lo decía, yo obediente, me quedaba.
Como tantas noches, cuando terminamos con la cocina, fuimos a la habitación. Pregunté por su hermana, más para saber adónde estaba que por cortesía.
–No va a venir –dijo, y me abrió la cama donde yo iba a dormir–. Debés estar cansado. Dale, acostate mientras voy a lavarme los dientes.
En el momento que me saqué la ropa y me acosté sólo con los calzoncillos en esa cama gemela de sábanas perfectamente planchadas que olían a recién lavadas, toda memoria se torna evanescente y al mismo me da la sensación que lo estuviera viviendo hoy. El ruido del agua en el lavatorio del baño, los ruidos cotidianos, y la indescriptible emoción que me había embargado. Era como estar ligeramente ebrio.
La puerta del cuarto que se abría y las luces que se apagaron, dejando la habitación en penumbras.
¿Cómo fue que ocurrió? ¿Ella sabía que yo presentía? No lo sé ni me lo dijo nunca. Pero lo cierto que de pronto estuvo parada frente a mí y me miró durante lo que debió ser un segundo y a mí me pareció una hora.
Después se sentó en mi cama, me acarició el cabello con esos dedos finos y suaves y yo me estremecí.
–Sí, mi querido, sí... hoy sí –dijo.
Se inclinó hacia mi cara y entonces sí el beso fue pleno, directo, sin reticencias. Sus labios rozaron los míos y después su lengua me los recorrió con una suavidad tal que se me erizó todo el cuerpo. Esa lengua que franqueó la barrera de mis dientes y a la que le entregué la mía. Sentí que mi cuerpo respondía al instante y creo recordar que de alguna manera me avergonzó. Debí hacer algún gesto, porque se dio cuenta. Durante el tiempo que duró ese prolongado beso, en el que me reconoció y me dejó conocerla, sus manos habían estado en mi cara, acariciándome con tanta dulzura como se puedan imaginar. Una de esas manos soltó mi cara y se deslizó por la manta hacia allá abajo, donde el bulto en las cobijas delataba mi erección.
–No chiquito mío, mi querido hombrecito... nada de vergüenzas... si es maravilloso –dijo–, aferrando esa virilidad joven que ya, desde ese momento, había pasado a ser de su propiedad. –Tranquilo, mi querido... confiá en mí. Tranquilo... Hacé lo que sientas... No tengas miedo.
De alguna manera con esas palabras tan tiernas me animé y conseguí sacar las manos de debajo de las sábanas. Le acaricié el cuello y bajé por el escote hasta llegar al nacimiento de los senos.
–Lo que sientas... lo que quieras –me alentó–. Ahora, soy para vos...
Entonces acaricié esos pechos plenos, redondos, blandos, suaves. Esos senos de mujer con los que había soñado tantas veces. Descubrí los pezones y allí fui, cara, boca, lengua y manos, a por ellos mientras la mano de Letizia me acariciaba sobre la manta, jugando con los dedos, rozando, presionando, dibujando mi erección con manta y todo, hasta que consideró que era el momento.
Se paró al lado de la cama, y se quitó el camisón.
–Haceme lugar, mi chiquito... quiero acostarme con vos.
Un segundo después, estaba desnuda frente a mí, dejándose mirar porque sabía que yo la deseaba. Hasta que abrió las mantas y las sábanas y se deslizó a mi lado.

Letizia, la iniciación (VI)


Si dijera que con esa mujer perdí la inocencia, estaría siendo injusto e ingrato.
Cuando le hice lugar y se metió en la cama desnuda y tan excitada como lo estaba yo, Letizia me estaba haciendo el más hermoso regalo que un hombre puede recibir al iniciar ese camino a veces muy difícil de transitar, que es el de la sexualidad.
Quizás haya quien esté esperando que cuente con lujo de detalles lo que ocurrió en esa cama, esa noche y las dos siguientes, porque así transcurrió ese fin de semana. Porque de la noche del viernes a la noche del domingo, Letizia me fue guiando, con inmensa ternura y con tanto cuidado como la situación lo merece, por los principios fundamentales del amor en todos sus actos, desde el momento mismo en que, dándome la espalda y sin decir una palabra, me quitó el calzoncillo con sus manos y me tomó. En ese instante que quedó suspendido en el tiempo en el cual yo, por primera vez, sentí el maravilloso contacto de las manos de una mujer en el sexo.
Ella sabía lo que iba a ocurrir, porque cuando sentí los dedos recorriéndome –ahora los asocio con la caricia de las alas de un ángel, si es que existen–, ya no podía aguantarme más.
–Sí... dejá que brote... quiero esa ofrenda, mi chiquito querido... No tengas miedo. Dejá que tu cuerpo haga lo que tiene que hacer –dijo.
Sus dedos no dejaron de rozarme cuando ya sin control, me derramé en sus manos y siguió agasajándome con la misma suavidad, dejando que mi savia le impregnara las manos, dándose vuelta para mirarme, pidiéndome que no cerrara los ojos, que empezara por acostumbrarme a ver cómo disfruta una mujer cuando su hombre la satisface entregándose a sus caricias, pero también permitiendo que los entrecerrara para dejarme llevar por la ensoñación. Y en la ensoñación la veía a ella –como me la imagino hoy–, con su ropa transparente y etérea, de tan pura, caminando por la playa al atardecer.

No sé si haya mejor manera de iniciar a un hombre en el amor. Si la hay, no he tenido el privilegio de conocerla. Pero puedo asegurar que todo lo que aquella mujer hizo y me enseñó a hacer en ese largo fin de semana del invierno de mis quince años, me marcó la vida, porque ella se reveló no sólo como amante.
Fue instructora, consejera, aya, y docente. Pero lo más importante, fue mi guía en ese difícil arte de conocer por primera vez el cuerpo de una mujer. Con ella aprendí que, como los hombres, todas las mujeres son distintas. No hay dos iguales. Pero que todas tienen ese punto que hace que pierdan la cabeza, la conciencia y hasta el decoro. De su mano y con su mano aprendí cómo se debe acariciar el cuerpo de la mujer, cuáles son los puntos sensibles, cuáles son los que le prodigan más placer y cómo hay que tocarlos.
Me enseñó cómo usar –además del sexo–, las manos y la boca y cuándo usarlos. Me explicó que una mujer necesita primero las caricias y no precisamente en el sexo, porque son distintas a nosotros. Me habló y me mostró cuánto placer les produce la intensidad del beso, las lenguas jugueteando, los labios usados como pétalos. De la sensibilidad de los lóbulos de las orejas y de las cosquillas que prodigan los mordiscos en el cuello, allí donde nace el cabello. Guió mis manos por su cuerpo para que supiera cómo tocarlo y adónde y acompañó con las suyas mi cabeza hacia su sexo, mientras me susurraba cómo regalarle placer en la medida que lo recibía.
Tengo muy difuso el momento en que me llevó a montar mi cuerpo sobre el de ella, pero recuerdo con absoluta claridad que me hizo sentir como en el cielo. Se me han ido desdibujando las imágenes pero aún resuenan en los callejones de mi memoria sus palabras.
–Asi, mi querido... despacio.... ahora más fuerte, vení, entrá en mí, te estoy recibiendo, disfrutá, disfrutame, gozá y gozame. Ahora soy tuya. Lo querías ¿eh? Pues acá está, tomalo.
Ese fin de semana fue apenas un instante, pero en mi memoria y en mi corazón, se transformó en eterno.
En algún momento, nos dormimos abrazados. Y cuando desperté, ella ya me estaba esperando. En algún momento comimos, nos bañamos y volvimos a la cama y seguimos una y otra vez. Ella guiándome. Yo, dejándome llevar.
Cuando por fin cayó el sol, el domingo, se metió una vez más conmigo en la bañera y me pidió que la dejara hacer. Me lavó el cabello, me frotó la espalda y con sus manos recorrió por última vez mi cuerpo. Me ayudó a secarme y después a vestirme y en todo momento sus grandes ojos de esmeralda –ojos mansos, ojos tiernos–, no dejaron de mirarme, para que pudiera ver en ellos el fondo de su alma y comprendiera lo que iba a suceder. Lo que debía pasar. Sólo habló cuando terminó de abrocharme la capa y después me acomodó la gorra del uniforme.
–Esto que pasó, mi querido hombrecito, mi chiquito dulce... no va a volver a ocurrir –dijo, acariciándome la cara con las dos manos, esos inmensos ojos verdes húmedos–. Y vos sabés que así debe ser.
Lo sabía. De alguna manera, Letizia me había preparado para que entendiera también ese final.
–Te di lo mejor de mí... ¿lo disfrutaste? ¿Te sentiste feliz?
Asentí, sin contestar.
–Entonces hónralo... Hacé que esto que pasó entre nosotros, tenga valor. Pásalo. Tratá a las mujeres que la vida te ponga en el camino como te sentiste tratado, que es lo mejor que podés hacer por mí y, mucho más importante, lo mejor que podés hacer por vos mismo.
Quizás no fue así, literalmente. No lo sé. Pero no tengo dudas que ese fue el sentido del mensaje.
Algo tengo por seguro: con Letizia construí los pilares de mi hombría y la vida se ha encargado de mostrármelo. Amé y he sido amado y en todo momento, cuando los cuerpos se enredan entre las sábanas, cada señal, cada caricia, cada beso lo he dado como ella me lo enseñó en ese inolvidable fin de semana de vacaciones de invierno.

Debo admitir, que cuando terminé de corregir y acomodar puntos, comas y guiones, en esta última parte, sentí una oleada de ternura que me recorrió el cuerpo y por un momento los ojos se me llenaron de lágrimas. Pocas veces en mi vida he podido tener el privilegio de transmitir un mensaje como éste que va más allá del erotismo de los cuerpos. Para mí leer lo escrito significó revivir una historia de amor de esas que acarician el alma. Al menos, así me sucede a mí. Espero que para ustedes, quienes lo lean, les ocurra algo similar, y puedan percibir esa caricia.

martes, 16 de enero de 2007

Como frambuesas

Se hace
necesario
invocar a
todos los
sentidos
para poder
disfrutar
de esa
sensación,
créeme.
Sé lo que
te digo.
El rito
comienza
con ese
renovado
misterio
que simboliza el hecho de descubrirlos con la vista. Sólo se pueden ver cuando cae la tela y se sueltan los broches de la espalda.
Allí están a la espera que alguien desvele su misterio: jóvenes, vitales, gráciles, frescos; como dormidos en la cima de la nívea blandura de esas colinas que, casi insolentes, revelan a primera vista tu maravillosa condición de mujer, rodeados por una aureola rosada, salpicada de fresas muy pequeñas.
El oído cuenta poco en esta percepción a menos, claro está, que aproxime uno el oído al pecho y escuche el latido de tu corazón que comienza a palpitar más fuerte cuando cuerpo y mente presagian el contacto de la piel ajena. Y aunque el roce sea tan inaudible como una gota de agua en una cascada, si se presta la debida atención, el palpar se torna corpóreo. Si el silencio es suficiente, se puede escuchar un susurro apenas perceptible de la piel rozando piel.
El tacto... ¡Ah! El tacto es una aproximación a lo sublime. Es como deslizar la parte más blanda del dedo –ésa, que lo percibe casi todo–, sobre una tela rugosa. Es acariciar la textura de una frambuesa cálida que aún sigue adherida a la planta en una abrasadora tarde de sol.
¿Te preguntas para qué sirve el sentido del olfato? ¿En verdad no lo sabes? El aroma es la antesala del gusto, la antecámara del goce, el acceso al deleite. El aroma de la piel es prácticamente indefinible, porque le pertenece a uno y a nadie más. La fragancia de tu piel es tuya y no hay posibilidad de confundirla con otra.
Es la admisión a ese placer mayor de los sentidos, que es el gusto.
Degustar esas frambuesas, cuando tu cuerpo hospitalario franquea el paso a la voluptuosidad, es puro éxtasis. Sentir cómo la rugosidad se torna tersura dentro de la boca y la suavidad se transforma en dureza; degustar la sorprendente maravilla de esas frambuesas que son tus pezones y jugar con ellas en la boca, es la mejor y más perfecta definición del placer.
Cuando generosamente te obsequias, con tus manos elevando tus senos, guiándolos ofrecidos a mi boca para besarlos, lamerlos, sorberlos, degustarlos, mordisquearlos con suavidad y ofrendarles mis caricias más dulces, tus pezones se me aparecen a los sentidos como deliciosas frambuesas que surgen de tu cuerpo. Esa tierra fértil que espera el momento de ser fecundada.


Foto: Cortesía & © by Jeff Chapman