Letizia, la sorpresa (IV)
Pasó el tiempo. Cuando se es adolescente, el tiempo vuela, ahora se me antoja evanescente. Como sea, desde ese primer beso en la boca, en esa inolvidable Nochebuena, algo había cambiado. ¿Cómo explicarlo? Hoy, me siento capaz de identificar la sensación, pero en ese momento no tenía ni idea qué me ocurría. Se trataba de la casi certeza de que esa mujer –cuando yo tenía quince años Letizia había cumplido los veintisiete–, ya no me miraba como antes. Que yo había dejado de ser el niño que ella había conocido, el chico que se había puesto celoso en Carlos Paz cuando un hombre la cortejó, ni el adolescente que prometió guardar el secreto en la memoria junto con el corpiño al que se le había roto un broche en el bolsillo.
Todavía no había llegado el momento en que me enseñaría de qué se trataba eso de hacer el amor, pero después de tanto tiempo teníamos la suficiente confianza como para que ella se mostrara en camisón –aunque ahora era más cauta y recatada–, cuando me quedaba a dormir en su casa y en su habitación, costumbre nada extraña, por el contrario, natural para todos, porque así venía sucediendo desde que yo era niño.
Yo presentía que algo estaba gestándose, pero no podía identificarlo. Por otro lado, comprenderán, tenía un miedo atroz de “rebotar” –como se le llamaba en ese momento a ser rechazado por una chica–, y que mi actitud provocara un lío mayúsculo y me alejara de ella, o que ella lo tomara a mal.
¿Una imagen que permanece inalterable? Yo en la cama, a punto de dormirme, y Letizia en camisón, soltándose ese cabello que había estado recogido en un rodete, de espaldas y a trasluz con ese cuerpo que era para mí inasible, sintiendo que mi corazón me golpeaba la pera y el cerebro me chorreaba como sebo derretido por las orejas. Y de la cintura para abajo, mejor ni lo menciono. No es difícil imaginar qué sucedía allá, donde la razón no tiene cabida.
Y no era una actitud de seducción malsana por parte de una mujer con un adolescente, lo sentía en ese momento, lo supe después y ahora, con el paso de los años, conseguí la certeza que da la comprensión a través de la experiencia. Era así. Sin intenciones, apenas con ese toquecito de malicia que a ella le salía por algo que sentía y no podía reprimir.
En una palabra, Letizia me tenía cautivado, perdido, boleado, absorto, indeciso y confuso. Los instintos me decían que avanzara, la incertidumbre me sugería quedarme quieto y el miedo al ridículo me paralizaba. Pero no podía sacármela de la cabeza.
Bueno, no cuando la veía, claro. Porque yo seguía con mi vida usual en el Liceo, saliendo los fines de semana, yendo a fiestas y “asaltos” (como se les llamaba a las reuniones organizadas los sábados para bailar), y a cumpleaños de quince. Digamos que por esos tiempos era un chico que podía considerarse afortunado: tenía a mis compañeros, a las hermanas, primas y amigas de mis compañeros y amigos y era lo suficientemente popular como para tener mi agenda de fin de semana ocupada. Eran los años sesenta. Los Beatles hacían furor, y cuando queríamos bailar lentos, poníamos a la Orquesta Serenata Tropical o aquellos boleros de Eddie Gormé y el Trío los Panchos. Pero a mí también me gustaban Rachmaninoff, Beethoven y Bach, aunque no podía hablar con propiedad acerca de cuál era el Concierto para Piano, la Quinta Sinfonía y la Tocatta y Fuga. Eran los años en que en los cumpleaños de quince se obligaba regalarle a la jovencita en cuestión una orquídea; no nos emborrachábamos (los jóvenes y los adolescentes casi no consumían alcohol) y de la droga, lo único que sabíamos era que había quienes, en otro lado, muy lejos de nuestro país, fumaban marihuana. Era la época de la guerra de Vietnam, de profesores de excepción que me enseñaron a leer e interpretar a Cortázar y de salir a tomar el té a Queen Bess; de ver quién se animaba a sacar a bailar el primero y de amores tomados de la mano y besos dados a las escondidas en la puerta de la casa o antes de subir al ascensor, porque los otros, los de verdad, se daban en el medio de la pista de baile, a resguardo de la vista de las madres –los padres, hermanos o amigos de los padres–, y de terminar las fiestas, cuando mucho, a las dos de la mañana. Y las niñas, no volvían solas, las iban a buscar o –si se era tan afortunado y los padres consideraban que eras de confiar–, las acompañaba uno hasta su casa.
Eran aquellos hermosos años cuando llegaron los primeros Lee Riders y los mocasines se compraban en Guido y –cuando podíamos evitar el uniforme–, a las fiestas se iba de traje y corbata o, a falta de traje, con pantalón gris y blazer de González y camisa de poplin celeste, con corbata a rayas. Las adolescentes contaban los días que le faltaban para estrenar sus primeros tacos altos con un trajecito Channel para una fiesta, los perfumes rara vez eran franceses y la colonia inglesa o el Old Spice era lo máximo en materia de acicalamiento.
Fue ese año, cuando yo cumplí quince días antes de una campaña de verano y puesto que mis notas eran buenas, y todos conformes, gozaba de ciertas liberalidades que otros chicos de mi edad no tenían.
Yo seguía contándole a Letizia la historia de mis amores y ella seguía haciéndome mimos casi inocentes cuando estábamos a solas y durante un tiempo, antes de las vacaciones de invierno, noté que se había empezado a distanciar un poco, como si hubiera llegado a la conclusión que lo que hacía, no estaba bien, que yo era muy chico y, además, el hijo de su empleador y amigo de sus padres. Fue cuando me pregunté por qué Letizia no tenía novio –aunque salía con algunos muchachos y también solía encontrar a sus amigos y compañeros de facultad en su casa–, y cada vez que podía, seguía llevándome en coche a la estación cada domingo a la noche y en dos oportunidades me llevó hasta Constitución a tomar el tren que nos separaba durante otra semana. También me acompañaba hasta el andén y no existía sospecha alguna porque era “una mujer grande”, y a nadie se le habría ocurrido –yo lo había mantenido como el secreto mejor guardado de mi vida–, que en la víspera de Navidad, esa mujer me había dado el primer beso en la boca.
Así, casi sin darme cuenta, llegó el mes de julio y con él, las vacaciones de invierno y los quince días de libertad que bien ganados nos teníamos, después de pasar los exámenes de mitad de año y de quedarnos duros de frío mientras esperábamos, formados, para lucirnos en el desfile del día de la independencia. Fue ese viernes, después del desfile del 9 de julio, cuando volví a mi casa con las vacaciones por delante y se me ocurrió pasar por la de Letizia para confirmar si mis padres y los de ella –como me lo habían anticipado–, se habían ido a pasar unos días a la casa de San Bernardo. Me acuerdo muy bien de ese día. Era un viernes frío, desapacible y con el cielo capotado cuando llegué, casi al anochecer, y toqué el timbre de su casa sin saber que era el momento de enterarme –la vida debió haberlo decidido así y ella fue su instrumento–, de ciertos temas que había llegado el momento de aprender.
Todavía no había llegado el momento en que me enseñaría de qué se trataba eso de hacer el amor, pero después de tanto tiempo teníamos la suficiente confianza como para que ella se mostrara en camisón –aunque ahora era más cauta y recatada–, cuando me quedaba a dormir en su casa y en su habitación, costumbre nada extraña, por el contrario, natural para todos, porque así venía sucediendo desde que yo era niño.
Yo presentía que algo estaba gestándose, pero no podía identificarlo. Por otro lado, comprenderán, tenía un miedo atroz de “rebotar” –como se le llamaba en ese momento a ser rechazado por una chica–, y que mi actitud provocara un lío mayúsculo y me alejara de ella, o que ella lo tomara a mal.
¿Una imagen que permanece inalterable? Yo en la cama, a punto de dormirme, y Letizia en camisón, soltándose ese cabello que había estado recogido en un rodete, de espaldas y a trasluz con ese cuerpo que era para mí inasible, sintiendo que mi corazón me golpeaba la pera y el cerebro me chorreaba como sebo derretido por las orejas. Y de la cintura para abajo, mejor ni lo menciono. No es difícil imaginar qué sucedía allá, donde la razón no tiene cabida.
Y no era una actitud de seducción malsana por parte de una mujer con un adolescente, lo sentía en ese momento, lo supe después y ahora, con el paso de los años, conseguí la certeza que da la comprensión a través de la experiencia. Era así. Sin intenciones, apenas con ese toquecito de malicia que a ella le salía por algo que sentía y no podía reprimir.
En una palabra, Letizia me tenía cautivado, perdido, boleado, absorto, indeciso y confuso. Los instintos me decían que avanzara, la incertidumbre me sugería quedarme quieto y el miedo al ridículo me paralizaba. Pero no podía sacármela de la cabeza.
Bueno, no cuando la veía, claro. Porque yo seguía con mi vida usual en el Liceo, saliendo los fines de semana, yendo a fiestas y “asaltos” (como se les llamaba a las reuniones organizadas los sábados para bailar), y a cumpleaños de quince. Digamos que por esos tiempos era un chico que podía considerarse afortunado: tenía a mis compañeros, a las hermanas, primas y amigas de mis compañeros y amigos y era lo suficientemente popular como para tener mi agenda de fin de semana ocupada. Eran los años sesenta. Los Beatles hacían furor, y cuando queríamos bailar lentos, poníamos a la Orquesta Serenata Tropical o aquellos boleros de Eddie Gormé y el Trío los Panchos. Pero a mí también me gustaban Rachmaninoff, Beethoven y Bach, aunque no podía hablar con propiedad acerca de cuál era el Concierto para Piano, la Quinta Sinfonía y la Tocatta y Fuga. Eran los años en que en los cumpleaños de quince se obligaba regalarle a la jovencita en cuestión una orquídea; no nos emborrachábamos (los jóvenes y los adolescentes casi no consumían alcohol) y de la droga, lo único que sabíamos era que había quienes, en otro lado, muy lejos de nuestro país, fumaban marihuana. Era la época de la guerra de Vietnam, de profesores de excepción que me enseñaron a leer e interpretar a Cortázar y de salir a tomar el té a Queen Bess; de ver quién se animaba a sacar a bailar el primero y de amores tomados de la mano y besos dados a las escondidas en la puerta de la casa o antes de subir al ascensor, porque los otros, los de verdad, se daban en el medio de la pista de baile, a resguardo de la vista de las madres –los padres, hermanos o amigos de los padres–, y de terminar las fiestas, cuando mucho, a las dos de la mañana. Y las niñas, no volvían solas, las iban a buscar o –si se era tan afortunado y los padres consideraban que eras de confiar–, las acompañaba uno hasta su casa.
Eran aquellos hermosos años cuando llegaron los primeros Lee Riders y los mocasines se compraban en Guido y –cuando podíamos evitar el uniforme–, a las fiestas se iba de traje y corbata o, a falta de traje, con pantalón gris y blazer de González y camisa de poplin celeste, con corbata a rayas. Las adolescentes contaban los días que le faltaban para estrenar sus primeros tacos altos con un trajecito Channel para una fiesta, los perfumes rara vez eran franceses y la colonia inglesa o el Old Spice era lo máximo en materia de acicalamiento.
Fue ese año, cuando yo cumplí quince días antes de una campaña de verano y puesto que mis notas eran buenas, y todos conformes, gozaba de ciertas liberalidades que otros chicos de mi edad no tenían.
Yo seguía contándole a Letizia la historia de mis amores y ella seguía haciéndome mimos casi inocentes cuando estábamos a solas y durante un tiempo, antes de las vacaciones de invierno, noté que se había empezado a distanciar un poco, como si hubiera llegado a la conclusión que lo que hacía, no estaba bien, que yo era muy chico y, además, el hijo de su empleador y amigo de sus padres. Fue cuando me pregunté por qué Letizia no tenía novio –aunque salía con algunos muchachos y también solía encontrar a sus amigos y compañeros de facultad en su casa–, y cada vez que podía, seguía llevándome en coche a la estación cada domingo a la noche y en dos oportunidades me llevó hasta Constitución a tomar el tren que nos separaba durante otra semana. También me acompañaba hasta el andén y no existía sospecha alguna porque era “una mujer grande”, y a nadie se le habría ocurrido –yo lo había mantenido como el secreto mejor guardado de mi vida–, que en la víspera de Navidad, esa mujer me había dado el primer beso en la boca.
Así, casi sin darme cuenta, llegó el mes de julio y con él, las vacaciones de invierno y los quince días de libertad que bien ganados nos teníamos, después de pasar los exámenes de mitad de año y de quedarnos duros de frío mientras esperábamos, formados, para lucirnos en el desfile del día de la independencia. Fue ese viernes, después del desfile del 9 de julio, cuando volví a mi casa con las vacaciones por delante y se me ocurrió pasar por la de Letizia para confirmar si mis padres y los de ella –como me lo habían anticipado–, se habían ido a pasar unos días a la casa de San Bernardo. Me acuerdo muy bien de ese día. Era un viernes frío, desapacible y con el cielo capotado cuando llegué, casi al anochecer, y toqué el timbre de su casa sin saber que era el momento de enterarme –la vida debió haberlo decidido así y ella fue su instrumento–, de ciertos temas que había llegado el momento de aprender.
2 comentarios:
Que decirte...MAGISTRAL EVOCACIÓN..
un nuevo encuentro supondría una nueva portada para la colección...
besos SIEMPRE
Publicar un comentario