lunes, 22 de enero de 2007

Letizia, la fantasía (III)

¿Cómo olvidar el primer beso? Tan imposible como olvidar la imagen de esa mujer. Porque para mí, a mis quince años era una mujer aunque ahora las de su edad no pasen de chiquilinas con cuerpos que les quedan grandes.
No era muy alta –¿metro sesenta, centímetro más, centímetro menos?–, y para la moda de la época tenía todo lo que una mujer tiene que tener, en su lugar y dispuesto de maravillas. Si Leonardo hubiera vivido, quizás le hubiera aplicado el Phi, ese místico número vinculado a la Secuencia de Fibonacci, que representa La Divina Proporción. Por alguna razón, cuando el la clase de Álgebra el profesor nos habló de Fibonacci y nos explicó esto, en mi cabeza la imagen me evocó a Letizia.
El cabello de morena clara, largo, con algunos bucles que justificaban el que no se pudiera definirlo como lacio. Recuerdo que solía recogerlo en un rodete hecho así nomás, con las manos y con un par de hebillas invisibles, dejando a la vista ese cuello largo, esbelto, prometedor. La piel blanca, pero viva, salpicada aquí y allá –en el escote eran maravillosas, detalle que no se me había pasado por alto ni una sola vez–, por una miríada de pecas que le sentaban de maravillas.
Manos de dedos largos, finos y con uñas siempre esmaltadas y unos pies que sólo puedo describir como per-fec-tos, el remate más apropiado para unas piernas de esas que despiertan caprichosos pensamientos y turbulentas sensaciones.
Una boca de labios ni finos ni gruesos, pero sí el inferior más grueso que el superior. Con el paso del tiempo descubrí que ese detalle habla de una mujer de pasiones con las que hay que andarse con cuidado.
Pero si la vida, la expresión, el alma de Letizia estaba en algún lado, estaba en sus ojos verde esmeralda, y de allí salía para cautivar. Ojos verdes, ojos mansos, ojos dulces... Los ojos más expresivos que he visto en toda mi vida. Y si sus ojos eran la expresión de la mujer, su voz era pura melodía. Cuando nos sentábamos a leer en el living, y nos turnábamos, yo me esmeraba cuando era mi turno, sólo para deleitarme escuchándola cuando la que leía era ella. No les miento si les digo que me sorprende que pueda acordarme de todo esto que escribo.
¿Habíamos quedado en...? ¡Ah, sí! El día ventoso y frío en la playa y el corpiño en mi bolsillo, y los senos de Letizia moviéndose con cada paso debajo de la lana del suéter y sus pezones erizados.
No les llame la atención esta descripción, es la que recuerdo. Por aquellos días aprovechaba cada momento y cada oportunidad para espiarla sin que se diera cuenta. Si alguien entre todos los que leerán este puñado de recuerdos me tilda de mirón, está en lo cierto. Era una época, aquella, en que yo me había transformado en un experto para esconderme en los lugares más inverosímiles con tal de verla. También volví a verla casi desnuda, cambiándose, de espaldas a mí, y vi su espalda y más abajo. Su cola redonda, perfecta. Dos manzanas rosadas y redondas, dos montículos de carne y piel que la naturaleza le había dado para ser adorados y no para otra cosa.
Al año siguiente, entré al Liceo. Acá es donde se me hace un bache en la historia, porque tengo memoria de la visita que me hizo con mis padres y que mencioné antes, pero luego el vértigo y las múltiples obligaciones de un colegio de excelencia –que no permitía repetir de año, por ejemplo–, sumado a la vida con disciplina militar, me tuvieron entretenido.
También, en esos tres primeros años comenzaron las relaciones con jóvenes de mi edad. En Villa Carlos Paz: Carolina –la nieta del dueño del chalet vecino al nuestro–, y su amiga María Pía. Me perdía por las dos, o al menos eso creía en esos días de vacaciones en las sierras.
En la playa, Graciela un año –hija del rector de un colegio secundario del barrio donde yo vivía–, cabellos del color del trigo en verano, ojos profundos, boca de fuego y ciertas liberalidades que las niñas no se permitían por aquellos tiempos que a mí, me dejaban estupefacto, aunque no pasaban de los besos interminables en el medio de la pista de baile y de caminar tomados de la mano.
Durante el período de clases María José –prima de un compañero de año–, que un día me dijo “¡Basta!” porque no pude salir de franco por probar cómo era eso de fumar, aunque a mi no me gustaba y me encontró en el lugar no indicado a la hora menos apropiada, el cadete suboficial de servicio y me puso unos atormentadores veinte días de arresto por fumar, por mentirle y por pavote y, de paso para que aprendiera a ser leal conmigo mismo. Es cierto que María José me lo había avisado: si ese fin de semana no podía salir, y por lo tanto no poder ir con ella a la fiesta del cumpleaños de quince de una de sus amigas, mejor que me olvidara de ella.
Por supuesto, tuve que olvidarme de ella.
Y así... bueno, no quiero ser ni parecer petulante, pero así eran esas épocas. Amores de juventud, tan intensos como efímeros; tan apasionados como ingenuos y de sexo, por supuesto, ni hablar.
Letizia, mientras tanto, seguía allí.
Era mi confidente, mi compinche, a la que podía contarle cualquier cosa que me sucediera con mis amores contrariados, mis esperanzas y las notas que tenía que subir sí o sí, para ganarme un escudo fondo dorado y unas estrellas de conducta.
Fue en la Nochebuena de cuando transcurrían los últimos meses de mis quince años, cuando Letizia me besó por primera vez.
Y yo a ella.
No fue un beso más, un beso cualquiera. Fue el beso que inició el proceso, el detonador, el beso que uno no olvida hasta el último de sus días. El beso que, como la imagen de Letizia cambiándose, de espaldas, sin saber –¿o también esta vez, a sabiendas?–, que yo le estaba mirando la espalda y lo que continuaba para abajo, que era como mirar el más bello cuadro, la imagen más sublime.
Si alguien entre todos los que leerán este puñado de recuerdos me tilda de mirón, está en lo cierto. Era una época, aquella, en que yo me había transformado en un experto para esconderme en los lugares más inverosímiles con tal de verla.
Esa Nochebuena, decía, que pasamos juntos su familia y la mía más algunos parientes de ellos y amigos comunes, después del brindis y los regalos, los adultos se quedaron en el parque del fondo de la casa, conversando y abriendo botellas de champaña.
Letizia estaba entre ellos porque claro, era más su mundo que el mío. Yo, rondaba como un cazador a la presa y ella debió haberlo advertido. No creo que hubiera nadie que no se hubiera excedido un poco entre el vino de la cena y el champaña, de modo que la noté más chispeante, más suelta, más osada. Por mi parte, yo también había aprovechado para empinar las copas flauta de aquel demi-sec que era lo que se tomaba porque nadie se fijaba si era Brut o Nature.
Cruzamos una mirada, y creo que nos hablamos sin palabras, y ambos entendimos. Yo entré en la casa y me fui al living, a escuchar música. Afuera, todavía se escuchaba algún estampido de cohetes y en el cielo estallaba en mil lucecitas una cañita voladora.
Ahí estaba, solo, esperando, porque sabía que ella vendría. De eso –no me pregunten porqué–, no tenía dudas.
Efectivamente, llegó.
Caminaba hacia mí con las manos en la espalda, hasta quedar enfrentada a mí.
–Cerrá los ojos y las manos al frente –dijo, imitando las voces de mando que yo le contaba cómo eran.
Los cerré.
–¡Feliz Nochebuena! –dijo, y sentí lo sedoso del papel de regalo en las manos y el perfume que usaba, anegándome los sentidos–. De parte de Papá Noel –agregó.
Y antes que yo pudiera hacer movimiento alguno, me rodeo la cintura con el brazo izquierdo, me atrajo hacia su cuerpo y con su mano derecha me tomó de la nuca y me guió hasta sus labios. Me miró a los ojos, acercó su boca a la mía, inclinó un poco la cabeza y me besó, los ojos entrecerrados, el cuerpo pegado al mío, haciendo un bollo del paquete que había quedado en medio.
¿Cuánto duró ese beso en la boca? ¿Unos segundos? ¿Un minuto? A mí, me pareció un milenio.No pregunten, por favor, no pregunten cómo pasé el resto de la noche entre el exceso de champaña y la sensación de que los labios de Letizia seguían pegados a los míos. No pregunten porque mis ex esposas solían padecer (todas, sin excepción), de un ligero síntoma de mal humor cuando lo recuerdo. Cosas de mujeres, claro.

1 comentario:

Ángel. dijo...

Me has confesado que te gustaba recordar esos momentos clave de su vida, que te marcaron a fuego... como si fuesen portadas de discos, con esa especie de guiño, de promesa de eternidad.
Me encantó la parte(III)
Besissssssss