Letizia, la complicidad (II)
Fue también en esas vacaciones en la playa, cuando sentí, por primera vez, la emoción de la complicidad y la intimidad con una mujer. No sé cómo explicarlo, quizás no hay palabras para describir de qué se trata, y entonces quizás, si cuento lo que ocurrió, lo comprendan.
Con Letizia solíamos salir a caminar temprano por la playa casi todos los días, a esa hora en que están solamente los pescadores, porque prefieren la soledad a las multitudes de veraneantes. A veces caminábamos mucho, y cuando nos cansábamos nos sentábamos en un médano. Ella se quedaba mirando el mar y yo respetaba su silencio. Todavía me parece verla, con una camisa de playa blanca que usaba sobre la malla entera o el dos piezas –la moda de la bikini recién empezaba–, las piernas recogidas, rodeándolas con los brazos y la barbilla apoyada en las rodillas. Si existía el amor para ese chico de doce años que era yo, tenía cuerpo, era real y tenía nombre: Letizia.
Uno de esos días de verano, más caluroso que otros, amenazaba con tormenta. Efectivamente, esa noche llovió y, como suele suceder en la costa, a la mañana siguiente amaneció frío y capotado. Esa mañana bastante fría y ventosa, después de tomar el desayuno, salimos también pero cambiamos el atuendo de playa por uno short blanco y un suéter de escote en punta ella y yo con mis recién estrenados tejanos y un pullover de cuello redondo.
Yo no frecuentaba tanto a esos amigos que uno hace en vacaciones, porque prefería mil veces ir a caminar con ella que pasar la mañana con mis antiguos compañeros de travesuras, jugando en los médanos cercanos a la casa.
Era común que camináramos hasta el barco hundido, que así se conocía a los restos de un viejo carguero que alguna tormenta había hecho encallar en la playa. Allí fuimos, entonces, desafiando el viento y el frío.
Letizia se había tomado de mi brazo y el sólo contacto de su mano enlazada en mi antebrazo me estremecía y me dejaba alterado y aturdido durante le resto del día. También es cierto que, pese a esas consecuencias –que todos atribuían a estar transitando por los primeros inciertos pasos de la pubertad–, prefería estar con ella y no sólo por ese enamoramiento que me tenía enajenado.
Con Letizia también solíamos alquilar caballos en el puesto de un conocido de los padres de ella, y nos íbamos a dar largas cabalgatas, hasta bien lejos. Eran los tiempos en que se podía cabalgar por el medio de la calle principal a la hora de la siesta. No deja de sorprenderme cuán vívidos tengo algunos recuerdos. Como esa primera vez que fuimos a alquilar caballos y cuando monté al que me había tocado, me di cuenta que ella me miraba de una manera especial. Si no hubiera sido tan chico, juraría que me miraba con admiración.
–¿Adónde aprendiste a montar así? –dijo.
–En los campamentos a los que iba cuando era chico –contesté.
“Cuando era chico”. Sí que debió sonarle divertido tener a un niño que apenas asomaba a la adolescencia, hablando en pasado de una edad que aún no había dejado atrás.
Pero bueno, vayamos a lo que ocurrió ese día ventoso y frío.
Empezamos a caminar por la playa, con el viento de frente. Un viento fuerte y frío que parecía haberse encaprichado para que nos volviésemos. Letizia se había colgado de mi brazo y yo sentía –o creía sentir– el contacto de su seno izquierdo rozándome el codo. Pese a la ventolera, yo no decía ni una palabra, no fuera cosa que se arrepintiese y decidiera volver.
–¡Uf! ¡Hace demasiado frío! –dijo.
Se soltó de mi brazo y se restregó las manos por los suyos.
–Yo te tapo –me ofrecí.
¿Cómo me animé? No tengo ni la menor idea. Recuerdo, aunque vagamente, como afloran esos recuerdos que nos han conmocionado, que me puse delante de ella para resguardarla de la ventisca, y abrí los brazos, para cobijarla.
Y no se negó.
Se dejó abrazar, y más aún, me pasó sus brazos por debajo de los míos y los cruzó por mi espalda y sentí –lo recuerdo muy bien–, por primera vez el contacto de sus senos redondos y plenos apoyados en mi pecho. ¿Cuánto tiempo estuvimos así? No sé. Para mí debió ser una eternidad. A esa edad, que estaba “pagando el estirón”, como decía mi madre, era tan alto como ella y de pronto, cuando levantó la cabeza y me miró a los ojos. Juro que creí ver una sonrisa pícara aflorarle a los labios. Pero ella rompió el encantamiento y me dijo:
–¡Vamos a correr de vuelta a casa, que nos congelamos! ¡El que llega último hace el café! –me desafió.
Salimos corriendo por la parte más dura de la arena y no pasó mucho tiempo cuando le había sacado bastante ventaja.
Como no la vi cerca de mí, me detuve y me di la vuelta.
Estaba parada con las manos en la espalda, por debajo del suéter que se levantaba a la altura de su abdomen y me ofrecía la imagen idílica –por lo menos para mí, en ese momento–, de la cintura de sus shorts blancos contrastando con su hermosa piel tostada.
Volví sobre mis pasos y me acerqué a ella.
–¿Pasa algo? –pregunté.
No me contestó. Refunfuñaba y seguía con las manos en la espalda, haciendo algo que yo no podía imaginar. Negó con la cabeza y, con un bufido, se dio por vencida de lo que fuere que estuviera haciendo.
Volvió a mirarme y las mejillas se le encendieron.
–Tengo que pedirte un favor –me dijo.
–Sí. ¿Qué favor? –si me hubiera pedido que me tomara la mitad del agua del mar, creo que hubiera empezado a abrir la boca.
–Que me guardes algo en el bolsillo, yo no tengo –dijo.
–¿Qué cosa? –pregunté.
No entendía qué pasaba y no me imaginaba qué era lo que tenía que guardarle en los bolsillos de mi pantalón vaquero, porque el short de ella no tenía.
–Date vuelta un momento –pidió.
–¿Por? ¿Qué pasa?
–Dale, date vuelta... sé bueno y contá hasta veinte –dijo.
¿Cómo negarme?
No sé si fue muy rápido que conté, pero cuando me di la vuelta, después de haber llegado a veinte, la vi, sacándose el soutien por el cuello en pico del suéter, con ese movimiento tan especial, tan femenino, tan propio de una mujer.
–Abracadabra –dijo, e hizo un bollo con el corpiño–. Tomá, guardalo en el bolsillo –me tendió la prenda y yo sólo atiné a estirar la mano y agarrar ese bollo de algodón y encaje y lo metí bien en el fondo del bolsillo de mi jean.
Debo haberme puesto de todos colores porque Letizia, con una dulzura infinita, me hizo una caricia acercó sus labios a mi mejilla y me besó... tan cerca de la comisura de los labios, que sentí que el corazón se me salía del pecho.
–Se rompió el broche... y se me caía –dijo–. Así que ahora nos vamos caminando a casa despacito, para que no se note.
Naturalmente, para que no se note.
–Sí, claro –dije, aunque debe haber sonado más a balbuceo.
Ella me revolvió el pelo, me dio otro beso y me dijo, sin dejar de mirarme:
–Y es nuestro secreto, ¿eh? No se lo digas a nadie.
Nuestro secreto. ¡Nuestro secreto! El suéter de escote en pico, además de permitir ver buena parte de la hendidura entre los senos, se le había pegado al cuerpo por el viento. El frío había hecho el resto. Ahí, delante de mí, estaba Letizia, mi amor imposible, mi sueño, mi obsesión, con sus pezones duros y erectos, y yo con su corpiño en el bolsillo. Fue un instante. La miré y, avergonzado, desvié la vista. Pero ella me vio y yo supe que ella supo que yo la había visto. Y después me enteraría que también sabía qué era exactamente lo que me estaba pasando.
Con Letizia solíamos salir a caminar temprano por la playa casi todos los días, a esa hora en que están solamente los pescadores, porque prefieren la soledad a las multitudes de veraneantes. A veces caminábamos mucho, y cuando nos cansábamos nos sentábamos en un médano. Ella se quedaba mirando el mar y yo respetaba su silencio. Todavía me parece verla, con una camisa de playa blanca que usaba sobre la malla entera o el dos piezas –la moda de la bikini recién empezaba–, las piernas recogidas, rodeándolas con los brazos y la barbilla apoyada en las rodillas. Si existía el amor para ese chico de doce años que era yo, tenía cuerpo, era real y tenía nombre: Letizia.
Uno de esos días de verano, más caluroso que otros, amenazaba con tormenta. Efectivamente, esa noche llovió y, como suele suceder en la costa, a la mañana siguiente amaneció frío y capotado. Esa mañana bastante fría y ventosa, después de tomar el desayuno, salimos también pero cambiamos el atuendo de playa por uno short blanco y un suéter de escote en punta ella y yo con mis recién estrenados tejanos y un pullover de cuello redondo.
Yo no frecuentaba tanto a esos amigos que uno hace en vacaciones, porque prefería mil veces ir a caminar con ella que pasar la mañana con mis antiguos compañeros de travesuras, jugando en los médanos cercanos a la casa.
Era común que camináramos hasta el barco hundido, que así se conocía a los restos de un viejo carguero que alguna tormenta había hecho encallar en la playa. Allí fuimos, entonces, desafiando el viento y el frío.
Letizia se había tomado de mi brazo y el sólo contacto de su mano enlazada en mi antebrazo me estremecía y me dejaba alterado y aturdido durante le resto del día. También es cierto que, pese a esas consecuencias –que todos atribuían a estar transitando por los primeros inciertos pasos de la pubertad–, prefería estar con ella y no sólo por ese enamoramiento que me tenía enajenado.
Con Letizia también solíamos alquilar caballos en el puesto de un conocido de los padres de ella, y nos íbamos a dar largas cabalgatas, hasta bien lejos. Eran los tiempos en que se podía cabalgar por el medio de la calle principal a la hora de la siesta. No deja de sorprenderme cuán vívidos tengo algunos recuerdos. Como esa primera vez que fuimos a alquilar caballos y cuando monté al que me había tocado, me di cuenta que ella me miraba de una manera especial. Si no hubiera sido tan chico, juraría que me miraba con admiración.
–¿Adónde aprendiste a montar así? –dijo.
–En los campamentos a los que iba cuando era chico –contesté.
“Cuando era chico”. Sí que debió sonarle divertido tener a un niño que apenas asomaba a la adolescencia, hablando en pasado de una edad que aún no había dejado atrás.
Pero bueno, vayamos a lo que ocurrió ese día ventoso y frío.
Empezamos a caminar por la playa, con el viento de frente. Un viento fuerte y frío que parecía haberse encaprichado para que nos volviésemos. Letizia se había colgado de mi brazo y yo sentía –o creía sentir– el contacto de su seno izquierdo rozándome el codo. Pese a la ventolera, yo no decía ni una palabra, no fuera cosa que se arrepintiese y decidiera volver.
–¡Uf! ¡Hace demasiado frío! –dijo.
Se soltó de mi brazo y se restregó las manos por los suyos.
–Yo te tapo –me ofrecí.
¿Cómo me animé? No tengo ni la menor idea. Recuerdo, aunque vagamente, como afloran esos recuerdos que nos han conmocionado, que me puse delante de ella para resguardarla de la ventisca, y abrí los brazos, para cobijarla.
Y no se negó.
Se dejó abrazar, y más aún, me pasó sus brazos por debajo de los míos y los cruzó por mi espalda y sentí –lo recuerdo muy bien–, por primera vez el contacto de sus senos redondos y plenos apoyados en mi pecho. ¿Cuánto tiempo estuvimos así? No sé. Para mí debió ser una eternidad. A esa edad, que estaba “pagando el estirón”, como decía mi madre, era tan alto como ella y de pronto, cuando levantó la cabeza y me miró a los ojos. Juro que creí ver una sonrisa pícara aflorarle a los labios. Pero ella rompió el encantamiento y me dijo:
–¡Vamos a correr de vuelta a casa, que nos congelamos! ¡El que llega último hace el café! –me desafió.
Salimos corriendo por la parte más dura de la arena y no pasó mucho tiempo cuando le había sacado bastante ventaja.
Como no la vi cerca de mí, me detuve y me di la vuelta.
Estaba parada con las manos en la espalda, por debajo del suéter que se levantaba a la altura de su abdomen y me ofrecía la imagen idílica –por lo menos para mí, en ese momento–, de la cintura de sus shorts blancos contrastando con su hermosa piel tostada.
Volví sobre mis pasos y me acerqué a ella.
–¿Pasa algo? –pregunté.
No me contestó. Refunfuñaba y seguía con las manos en la espalda, haciendo algo que yo no podía imaginar. Negó con la cabeza y, con un bufido, se dio por vencida de lo que fuere que estuviera haciendo.
Volvió a mirarme y las mejillas se le encendieron.
–Tengo que pedirte un favor –me dijo.
–Sí. ¿Qué favor? –si me hubiera pedido que me tomara la mitad del agua del mar, creo que hubiera empezado a abrir la boca.
–Que me guardes algo en el bolsillo, yo no tengo –dijo.
–¿Qué cosa? –pregunté.
No entendía qué pasaba y no me imaginaba qué era lo que tenía que guardarle en los bolsillos de mi pantalón vaquero, porque el short de ella no tenía.
–Date vuelta un momento –pidió.
–¿Por? ¿Qué pasa?
–Dale, date vuelta... sé bueno y contá hasta veinte –dijo.
¿Cómo negarme?
No sé si fue muy rápido que conté, pero cuando me di la vuelta, después de haber llegado a veinte, la vi, sacándose el soutien por el cuello en pico del suéter, con ese movimiento tan especial, tan femenino, tan propio de una mujer.
–Abracadabra –dijo, e hizo un bollo con el corpiño–. Tomá, guardalo en el bolsillo –me tendió la prenda y yo sólo atiné a estirar la mano y agarrar ese bollo de algodón y encaje y lo metí bien en el fondo del bolsillo de mi jean.
Debo haberme puesto de todos colores porque Letizia, con una dulzura infinita, me hizo una caricia acercó sus labios a mi mejilla y me besó... tan cerca de la comisura de los labios, que sentí que el corazón se me salía del pecho.
–Se rompió el broche... y se me caía –dijo–. Así que ahora nos vamos caminando a casa despacito, para que no se note.
Naturalmente, para que no se note.
–Sí, claro –dije, aunque debe haber sonado más a balbuceo.
Ella me revolvió el pelo, me dio otro beso y me dijo, sin dejar de mirarme:
–Y es nuestro secreto, ¿eh? No se lo digas a nadie.
Nuestro secreto. ¡Nuestro secreto! El suéter de escote en pico, además de permitir ver buena parte de la hendidura entre los senos, se le había pegado al cuerpo por el viento. El frío había hecho el resto. Ahí, delante de mí, estaba Letizia, mi amor imposible, mi sueño, mi obsesión, con sus pezones duros y erectos, y yo con su corpiño en el bolsillo. Fue un instante. La miré y, avergonzado, desvié la vista. Pero ella me vio y yo supe que ella supo que yo la había visto. Y después me enteraría que también sabía qué era exactamente lo que me estaba pasando.
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