lunes, 22 de enero de 2007

Letizia, la iniciación (VI)


Si dijera que con esa mujer perdí la inocencia, estaría siendo injusto e ingrato.
Cuando le hice lugar y se metió en la cama desnuda y tan excitada como lo estaba yo, Letizia me estaba haciendo el más hermoso regalo que un hombre puede recibir al iniciar ese camino a veces muy difícil de transitar, que es el de la sexualidad.
Quizás haya quien esté esperando que cuente con lujo de detalles lo que ocurrió en esa cama, esa noche y las dos siguientes, porque así transcurrió ese fin de semana. Porque de la noche del viernes a la noche del domingo, Letizia me fue guiando, con inmensa ternura y con tanto cuidado como la situación lo merece, por los principios fundamentales del amor en todos sus actos, desde el momento mismo en que, dándome la espalda y sin decir una palabra, me quitó el calzoncillo con sus manos y me tomó. En ese instante que quedó suspendido en el tiempo en el cual yo, por primera vez, sentí el maravilloso contacto de las manos de una mujer en el sexo.
Ella sabía lo que iba a ocurrir, porque cuando sentí los dedos recorriéndome –ahora los asocio con la caricia de las alas de un ángel, si es que existen–, ya no podía aguantarme más.
–Sí... dejá que brote... quiero esa ofrenda, mi chiquito querido... No tengas miedo. Dejá que tu cuerpo haga lo que tiene que hacer –dijo.
Sus dedos no dejaron de rozarme cuando ya sin control, me derramé en sus manos y siguió agasajándome con la misma suavidad, dejando que mi savia le impregnara las manos, dándose vuelta para mirarme, pidiéndome que no cerrara los ojos, que empezara por acostumbrarme a ver cómo disfruta una mujer cuando su hombre la satisface entregándose a sus caricias, pero también permitiendo que los entrecerrara para dejarme llevar por la ensoñación. Y en la ensoñación la veía a ella –como me la imagino hoy–, con su ropa transparente y etérea, de tan pura, caminando por la playa al atardecer.

No sé si haya mejor manera de iniciar a un hombre en el amor. Si la hay, no he tenido el privilegio de conocerla. Pero puedo asegurar que todo lo que aquella mujer hizo y me enseñó a hacer en ese largo fin de semana del invierno de mis quince años, me marcó la vida, porque ella se reveló no sólo como amante.
Fue instructora, consejera, aya, y docente. Pero lo más importante, fue mi guía en ese difícil arte de conocer por primera vez el cuerpo de una mujer. Con ella aprendí que, como los hombres, todas las mujeres son distintas. No hay dos iguales. Pero que todas tienen ese punto que hace que pierdan la cabeza, la conciencia y hasta el decoro. De su mano y con su mano aprendí cómo se debe acariciar el cuerpo de la mujer, cuáles son los puntos sensibles, cuáles son los que le prodigan más placer y cómo hay que tocarlos.
Me enseñó cómo usar –además del sexo–, las manos y la boca y cuándo usarlos. Me explicó que una mujer necesita primero las caricias y no precisamente en el sexo, porque son distintas a nosotros. Me habló y me mostró cuánto placer les produce la intensidad del beso, las lenguas jugueteando, los labios usados como pétalos. De la sensibilidad de los lóbulos de las orejas y de las cosquillas que prodigan los mordiscos en el cuello, allí donde nace el cabello. Guió mis manos por su cuerpo para que supiera cómo tocarlo y adónde y acompañó con las suyas mi cabeza hacia su sexo, mientras me susurraba cómo regalarle placer en la medida que lo recibía.
Tengo muy difuso el momento en que me llevó a montar mi cuerpo sobre el de ella, pero recuerdo con absoluta claridad que me hizo sentir como en el cielo. Se me han ido desdibujando las imágenes pero aún resuenan en los callejones de mi memoria sus palabras.
–Asi, mi querido... despacio.... ahora más fuerte, vení, entrá en mí, te estoy recibiendo, disfrutá, disfrutame, gozá y gozame. Ahora soy tuya. Lo querías ¿eh? Pues acá está, tomalo.
Ese fin de semana fue apenas un instante, pero en mi memoria y en mi corazón, se transformó en eterno.
En algún momento, nos dormimos abrazados. Y cuando desperté, ella ya me estaba esperando. En algún momento comimos, nos bañamos y volvimos a la cama y seguimos una y otra vez. Ella guiándome. Yo, dejándome llevar.
Cuando por fin cayó el sol, el domingo, se metió una vez más conmigo en la bañera y me pidió que la dejara hacer. Me lavó el cabello, me frotó la espalda y con sus manos recorrió por última vez mi cuerpo. Me ayudó a secarme y después a vestirme y en todo momento sus grandes ojos de esmeralda –ojos mansos, ojos tiernos–, no dejaron de mirarme, para que pudiera ver en ellos el fondo de su alma y comprendiera lo que iba a suceder. Lo que debía pasar. Sólo habló cuando terminó de abrocharme la capa y después me acomodó la gorra del uniforme.
–Esto que pasó, mi querido hombrecito, mi chiquito dulce... no va a volver a ocurrir –dijo, acariciándome la cara con las dos manos, esos inmensos ojos verdes húmedos–. Y vos sabés que así debe ser.
Lo sabía. De alguna manera, Letizia me había preparado para que entendiera también ese final.
–Te di lo mejor de mí... ¿lo disfrutaste? ¿Te sentiste feliz?
Asentí, sin contestar.
–Entonces hónralo... Hacé que esto que pasó entre nosotros, tenga valor. Pásalo. Tratá a las mujeres que la vida te ponga en el camino como te sentiste tratado, que es lo mejor que podés hacer por mí y, mucho más importante, lo mejor que podés hacer por vos mismo.
Quizás no fue así, literalmente. No lo sé. Pero no tengo dudas que ese fue el sentido del mensaje.
Algo tengo por seguro: con Letizia construí los pilares de mi hombría y la vida se ha encargado de mostrármelo. Amé y he sido amado y en todo momento, cuando los cuerpos se enredan entre las sábanas, cada señal, cada caricia, cada beso lo he dado como ella me lo enseñó en ese inolvidable fin de semana de vacaciones de invierno.

Debo admitir, que cuando terminé de corregir y acomodar puntos, comas y guiones, en esta última parte, sentí una oleada de ternura que me recorrió el cuerpo y por un momento los ojos se me llenaron de lágrimas. Pocas veces en mi vida he podido tener el privilegio de transmitir un mensaje como éste que va más allá del erotismo de los cuerpos. Para mí leer lo escrito significó revivir una historia de amor de esas que acarician el alma. Al menos, así me sucede a mí. Espero que para ustedes, quienes lo lean, les ocurra algo similar, y puedan percibir esa caricia.

4 comentarios:

Lucia dijo...

Mister R, disculpe no haber paseado estos dos dias por aqui, me fue imposible... ardo en deseos de conocer sus cinco secretos.

besos.

Lucia

Mister R. dijo...

Lee estos recuerdos míos, y los encontrarás, querida Lucía.
Besos para ti.

Mister R.

Anónimo dijo...

¡Vaya! Realmente sentí esa caricia. Su comunicación realmente me llegó, quiero que lo sepa. Así es como siento el amor. Y su historia (y Letiza) está cargada de eso: AMOR. El amor verdadero, que no es egoísta, y que además se expresa por cada poro del cuerpo. Lo puedo decir así: he vivido esa experiencia, ¡y es maravillosa!

Lolita y El Profesor dijo...

Pero qué linda historia!
Es muy dulce!