Letizia, la mujer (I)
Como todavía lo recuerdo, por aquella época yo cursaba mi secundario en el Liceo Naval Militar. Una concesión que me costó conseguir, y fue motivo de pelotera en mi casa, porque mi padre tenía muchos preconceptos con los militares y especialmente con los marinos. Yo, de esa época, he conservado un puñado de buenas enseñanzas de vida y conseguí tener una educación de excelencia pese a las corridas, a la trompeta que llamaba a Diana cuando aún no había salido el sol y al régimen de disciplina que se espera en una institución como ésa.
Como el régimen de vida era en base a estar internado durante toda la semana, salíamos los viernes a las cuatro de la tarde, aproximadamente, y regresábamos el domingo por la noche, en el tren militar que existía por aquellos tiempos y que nos llevaba hasta el embarcadero donde tomábamos el ferry que nos cruzaba hasta la isla donde se levantaba el Liceo.
Ingresé cuando acababa de cumplir trece años y el cambio de vida fue duro. Especialmente el primer mes, cuando te entrenan para ponerte a tono con las formas militares, para que cuando el resto del cuerpo de cadetes regrese de las vacaciones, los “nuevos” estén a tono y hayan dejado del otro lado del arco de entrada, todo rastro de costumbres y hábitos civiles.
A mediados de ese primer mes que no todos aguantan, se autoriza una visita de los padres y parientes más cercanos, un domingo por la tarde. Lo recuerdo muy bien. Me vinieron a visitar mi padre, mi madre y también, para mi secreta alegría había venido ella: Letizia.
Letizia era la secretaria de mi padre, tenía veintidós años cuando yo tenía diez y desde entonces yo estaba perdidamente enamorado de ella –con esos amores de niño que entra a pleno y sin freno en la pubertad–, aunque era mi más preciado secreto. Sólo había una persona que estaba enterada, aunque yo no lo sabía: ella misma.
Con mis padres solíamos pasar los veranos en nuestro chalet de Villa Carlos Paz, en Córdoba durante el mes de enero. En febrero, el resto de las vacaciones eran en San Bernardo, una localidad de la costa argentina, donde los padres de ella –eran amigos de mis padres–, tenían una casa de veraneo. Más de una vez yo solía quedarme con ella y con su hermana, porque tanto mi padre como el de ella y nuestras madres, regresaban a Buenos Aires durante la semana para trabajar y volvían los jueves a la noche, para pasar el fin de semana.
Guardo en mi memoria lo feliz que me sentía en esas vacaciones. Era esa época imprecisa cuando aún yo jugaba con los soldaditos durante el día y por las noches me imaginaba con llegar a ser un hombre para poder estar a su lado, ser su novio, casarme con ella... ¡cosas de niños! ¿A quién no le ha pasado?
Fue cuando yo había cumplido doce años –un año antes de comenzar a estudiar en el Liceo–, cuando tuve la primera señal de que debía dejar los soldaditos y empezar a pensar en cosas de grandes y ocurrió allí, en ese chalet de San Bernardo. Antes de eso, recuerdo haber pasado por un feroz ataque de celos en Carlos Paz, en la Aerosilla, un día de excursión, cuando Letizia me dejó y me reemplazó por un hombre –para mí era un hombre grande, aunque debió haber sido un muchacho un par de años más grande que ella–, que la invitó a tomar algo en la confitería que se levantaba en lo alto de la montaña. Tengo que reconocer que me escondí detrás de unos árboles y de la furia que me produjo el hecho, se me saltaban las lágrimas.
Pero, volvamos a San Bernardo y a esa noche muy fresca, después de cenar, cuando nos sentamos en la alfombra del living a leer a Edgar Allan Poe. Nos habíamos bañado para sacarnos la arena, y mientras en la cocina se preparaba una carne al horno (me sorprende comprobar con qué claridad recuerdo todo), Letizia se sentó en un sillón y yo me acomodé entre sus piernas mientras ella leía en voz alta “La máscara de la Muerte Roja” y, como al descuido, jugaba con mi cabello... lo que me produjo mi primer e inevitable erección consciente. Esa de la que nunca más uno puede olvidarse.
Esa misma noche, después que me arropó en la cama –dormíamos en el mismo cuarto, en camas enfrentadas–, escuchando el ulular del viento del mar en los postigones, tuve mi primer sueño erótico –quizás no fue el primero, pero sí el que más claramente recuerdo–, con consecuencias. Porque esa noche, mojé la cama y el pantalón del pijama y los calzoncillos y tuve que levantarme, en la madrugada, para ver cómo componía esa catástrofe, muerto de vergüenza y suplicando para que ella no se diera cuenta.
Algunos años después escuché, de sus propios labios, que Letizia se había dado cuenta y me había dejado hacer, para no abochornarme.
Lo que ella no sabía era que antes de irme a la cama, y mientras ella se desvestía para ponerse el camisón, yo había estando espiándola por una de las ventanas, cuando había ido a cerrar los postigones.
¿O lo sabía?
Como el régimen de vida era en base a estar internado durante toda la semana, salíamos los viernes a las cuatro de la tarde, aproximadamente, y regresábamos el domingo por la noche, en el tren militar que existía por aquellos tiempos y que nos llevaba hasta el embarcadero donde tomábamos el ferry que nos cruzaba hasta la isla donde se levantaba el Liceo.
Ingresé cuando acababa de cumplir trece años y el cambio de vida fue duro. Especialmente el primer mes, cuando te entrenan para ponerte a tono con las formas militares, para que cuando el resto del cuerpo de cadetes regrese de las vacaciones, los “nuevos” estén a tono y hayan dejado del otro lado del arco de entrada, todo rastro de costumbres y hábitos civiles.
A mediados de ese primer mes que no todos aguantan, se autoriza una visita de los padres y parientes más cercanos, un domingo por la tarde. Lo recuerdo muy bien. Me vinieron a visitar mi padre, mi madre y también, para mi secreta alegría había venido ella: Letizia.
Letizia era la secretaria de mi padre, tenía veintidós años cuando yo tenía diez y desde entonces yo estaba perdidamente enamorado de ella –con esos amores de niño que entra a pleno y sin freno en la pubertad–, aunque era mi más preciado secreto. Sólo había una persona que estaba enterada, aunque yo no lo sabía: ella misma.
Con mis padres solíamos pasar los veranos en nuestro chalet de Villa Carlos Paz, en Córdoba durante el mes de enero. En febrero, el resto de las vacaciones eran en San Bernardo, una localidad de la costa argentina, donde los padres de ella –eran amigos de mis padres–, tenían una casa de veraneo. Más de una vez yo solía quedarme con ella y con su hermana, porque tanto mi padre como el de ella y nuestras madres, regresaban a Buenos Aires durante la semana para trabajar y volvían los jueves a la noche, para pasar el fin de semana.
Guardo en mi memoria lo feliz que me sentía en esas vacaciones. Era esa época imprecisa cuando aún yo jugaba con los soldaditos durante el día y por las noches me imaginaba con llegar a ser un hombre para poder estar a su lado, ser su novio, casarme con ella... ¡cosas de niños! ¿A quién no le ha pasado?
Fue cuando yo había cumplido doce años –un año antes de comenzar a estudiar en el Liceo–, cuando tuve la primera señal de que debía dejar los soldaditos y empezar a pensar en cosas de grandes y ocurrió allí, en ese chalet de San Bernardo. Antes de eso, recuerdo haber pasado por un feroz ataque de celos en Carlos Paz, en la Aerosilla, un día de excursión, cuando Letizia me dejó y me reemplazó por un hombre –para mí era un hombre grande, aunque debió haber sido un muchacho un par de años más grande que ella–, que la invitó a tomar algo en la confitería que se levantaba en lo alto de la montaña. Tengo que reconocer que me escondí detrás de unos árboles y de la furia que me produjo el hecho, se me saltaban las lágrimas.
Pero, volvamos a San Bernardo y a esa noche muy fresca, después de cenar, cuando nos sentamos en la alfombra del living a leer a Edgar Allan Poe. Nos habíamos bañado para sacarnos la arena, y mientras en la cocina se preparaba una carne al horno (me sorprende comprobar con qué claridad recuerdo todo), Letizia se sentó en un sillón y yo me acomodé entre sus piernas mientras ella leía en voz alta “La máscara de la Muerte Roja” y, como al descuido, jugaba con mi cabello... lo que me produjo mi primer e inevitable erección consciente. Esa de la que nunca más uno puede olvidarse.
Esa misma noche, después que me arropó en la cama –dormíamos en el mismo cuarto, en camas enfrentadas–, escuchando el ulular del viento del mar en los postigones, tuve mi primer sueño erótico –quizás no fue el primero, pero sí el que más claramente recuerdo–, con consecuencias. Porque esa noche, mojé la cama y el pantalón del pijama y los calzoncillos y tuve que levantarme, en la madrugada, para ver cómo componía esa catástrofe, muerto de vergüenza y suplicando para que ella no se diera cuenta.
Algunos años después escuché, de sus propios labios, que Letizia se había dado cuenta y me había dejado hacer, para no abochornarme.
Lo que ella no sabía era que antes de irme a la cama, y mientras ella se desvestía para ponerse el camisón, yo había estando espiándola por una de las ventanas, cuando había ido a cerrar los postigones.
¿O lo sabía?
3 comentarios:
Olá
Gostei muito do blog ;)
Bj de Portugal
Espirito da Lua
Menos mal que no se trataba de la princesita... jejeje muy buen blog!
Ha sido un placer leerte.
Un beso.
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